Escribe Adalberto Mendoza
Tuve la fortuna de compartir 30 años con mi abuelo, un hombre que, sin proponérselo, me legó su nombre y una pasión inquebrantable por el servicio funerario. Lo que existió entre nosotros no necesita adornos; fue un lazo indeleble, tan natural como el aire que respiramos juntos. Su partida, aunque rodeada del calor familiar, dejó un vacío que ni el tiempo sabe cómo llenar.
Tata, como cariñosamente lo llamábamos sus nietos, decidió irse en una fiesta, rodeado de risas y del amor de su familia, aferrado a la vida como quien se aferra a una esperanza perdida.
Luchó contra la memoria que se le escapaba y contra el apetito que lo traicionaba, pero nunca dejó de ser ese hombre atento y cuidadoso hasta el último detalle. Incluso en sus últimos atardeceres, se preocupó por lo que siempre fue su adoración: su familia y su negocio, manteniendo la tenacidad que lo caracterizaba.
Despedirse de alguien a quien amas es una de las cosas más difíciles de la vida. Literalmente, te rompe el corazón. En nuestra familia, la muerte es una vieja conocida; la entendemos por el negocio, pero jamás nos acostumbramos a la ausencia de un ser amado.
Desde que se fue, he pasado por una montaña rusa de emociones: he llorado en silencio y también he sonreído reviviendo nuestras aventuras por Tecomán, recordando sus bromas y muchos momentos compartidos. Mi celular está lleno de fotos y videos que guardo como pequeños tesoros, recuerdos que me hacen sentir agradecido por el tiempo que pasamos juntos.
Paseamos, comimos, reímos y hablamos de todo en los años que lo acompañé a su querido Jardín Funeral, Vida Eterna. Teníamos una conexión especial; desde el primer minuto, hicimos clic y nos quisimos profundamente.
Mi abuelo era un hombre de pasiones sencillas y profundas: su fe en Dios, su amor por mi Abi (mi abuela), su compromiso político, y su fanatismo por las Chivas Rayadas del Guadalajara. Era un ser humano completo: inteligente, emprendedor, visionario, generoso hasta la médula, con un humor que iluminaba cualquier habitación. Deportista en su juventud, siempre echado para adelante, serio cuando tenía que serlo, pero sin olvidar la ligereza del alma. Era querido, perseverante, con una determinación inquebrantable, y muy trabajador; un hombre formidable.
Hizo tanto en su vida que a veces me cuesta creer que una sola persona pudiera abarcar tanto. Pero si algo me marcó, fue su honestidad, su integridad y su capacidad de ser recto en un mundo que a veces olvida la importancia de esas cualidades.
En su negocio, siempre hizo sentir a las personas que estaban recibiendo el mejor servicio posible, ofreciendo calidad y encontrando soluciones para cualquier inconveniente. Me enseñó que, no importa la situación, todo tiene solución.
Desde que se fue, me ha sorprendido darme cuenta de cuántas vidas tocó de manera positiva. Me gusta pensar que la vida me lo mandó para recordarme que, incluso en los días más oscuros, hay luz. Que el enojo es un lujo que no vale la pena, y que, al final del día, lo único que importa es vivir, y vivir bien.
Mi Tata, o “Don Cande” como lo conoció la mayoría, fue y seguirá siendo una persona fuera de serie, una de esas personas que dejan huella no solo en los corazones de quienes los conocieron, sino en el tejido mismo de la vida, cuya existencia no se limita a su paso por la tierra.
Su vida, llena de actos, decisiones y encuentros, es ahora parte de una memoria colectiva que resiste el olvido, y que continuará existiendo en la medida en que alguien lo recuerde.
Hasta pronto, Tata.