Paracaídas

La reforma electoral en Colima: con políticos, pero sin sociedad

 Rogelio Guedea  Opinión

Partamos de este principio: toda reforma electoral tiene que pensar primordialmente en la sociedad, no en sus representantes populares, finalmente un instrumento de aquélla para asegurar su armonía, desarrollo y gobernabilidad. Si una reforma electoral, por tanto, le da la espalda al clamor ciudadano, entonces esa reforma electoral carece de todo sentido. En la reciente reforma electoral colimense, aprobada por mayoría de votos en nuestro Congreso local, no se tocaron los temas torales, sino más bien aquellos que interesaban a los grupos y grupúsculos políticos de cara a las próximas elecciones: ¿tenía sentido, entonces, llevarla a cabo? Yo no lo creo. Si los temas accesorios (reelección de diputados y alcaldes, paridad parcial de género, etcétera) estuvieron por encima de los centrales (revocación de mandato, candidaturas independientes, desafuero, el tema de la transparencia con el 3de3, etcétera), que han sido reclamos sentidos de la sociedad desde hace ya varias décadas, la reforma electoral ha resultado fallida, pues ha beneficiado a la clase política, quien convenencieramente la ajustó a sus necesidades, pero no a la sociedad, quien volverá a padecer los vacíos que deja la misma. Si tomamos en cuenta que los partidos atraviesan por una crisis de credibilidad como no se había visto antes y que la mayor exigencia ciudadana es, por encima de la competitividad política, la propia honestidad y cultura ética tanto de los actores políticos como de las corrientes ideológicas que representan, entonces la reforma electoral lo que hará es recrudecer el hartazgo y la impotencia social, sobre todo ahora que las reelecciones de munícipes y diputados se han convertido en una realidad que impactará sensiblemente en el ánimo social, sobre todo porque ediles y diputados establecerán una relación ventajosa en comparación con otros actores políticos con miras a ocupar un cargo de elección popular. ¿Cómo se podrá sopesar cabalmente no la rentabilidad electoral sino la aceptación social entre un diputado que cuenta con una plataforma que lo publicita contra otro (ciudadano, incluso) que no goza ni de esta plataforma ni mucho menos de recursos para poder capitalizar sus méritos políticos? Tendremos, por tanto, que aguantar más de un lustro para poder aspirar a renovarnos cuando nos toque un legislador inepto o un alcalde igualmente pernicioso. ¿En qué beneficia realmente esto a la ciudadanía? Si a esto agregamos que las candidaturas independientes se han quedado prácticamente a la deriva, la real posibilidad de construir una vía política alternativa desde la ciudadanía se viene abajo, y tendremos que consolarnos con esperar que sean las propias plataformas políticas ya establecidas (la de los partidos, mayoritariamente) para que ciudadanos políticos de buen crédito y mejor voluntad puedan cambiar nuestra aciaga realidad. Los legisladores (salvo contadas excepciones) han dado lamentablemente una clara muestra de que, por encima de la sociedad, están sus intereses personales, sus ávidas aspiraciones políticas y nada más.

bv